martes, 19 de agosto de 2014

Cuento de Juan Rulfo

¡Diles que no me maten![Cuento. Texto completo.]Juan Rulfo

Después de leerlo, ponte en una postura: hay que matarlo o no hay que matarlo con todos los argumentos que puedas de acuerdo a la información que tengas. (Escribe la tesis y los argumentos en forma de proposiciones). 
En clase lo discutiremos .....
-¡Diles que no me maten, Justino! Anda, vete a decirles eso. Que por caridad. Así diles. Diles que lo hagan por caridad.-No puedo. Hay allí un sargento que no quiere oír hablar nada de ti.
-Haz que te oiga. Date tus mañas y dile que para sustos ya ha estado bueno. Dile que lo haga por caridad de Dios.
-No se trata de sustos. Parece que te van a matar de a de veras. Y yo ya no quiero volver allá.
-Anda otra vez. Solamente otra vez, a ver qué consigues.
-No. No tengo ganas de eso, yo soy tu hijo. Y si voy mucho con ellos, acabarán por saber quién soy y les dará por afusilarme a mí también. Es mejor dejar las cosas de este tamaño.
-Anda, Justino. Diles que tengan tantita lástima de mí. Nomás eso diles.
Justino apretó los dientes y movió la cabeza diciendo:
-No.
Y siguió sacudiendo la cabeza durante mucho rato.
Justino se levantó de la pila de piedras en que estaba sentado y caminó hasta la puerta del corral. Luego se dio vuelta para decir:
-Voy, pues. Pero si de perdida me afusilan a mí también, ¿quién cuidará de mi mujer y de los hijos?
-La Providencia, Justino. Ella se encargará de ellos. Ocúpate de ir allá y ver qué cosas haces por mí. Eso es lo que urge.
Lo habían traído de madrugada. Y ahora era ya entrada la mañana y él seguía todavía allí, amarrado a un horcón, esperando. No se podía estar quieto. Había hecho el intento de dormir un rato para apaciguarse, pero el sueño se le había ido. También se le había ido el hambre. No tenía ganas de nada. Sólo de vivir. Ahora que sabía bien a bien que lo iban a matar, le habían entrado unas ganas tan grandes de vivir como sólo las puede sentir un recién resucitado. Quién le iba a decir que volvería aquel asunto tan viejo, tan rancio, tan enterrado como creía que estaba. Aquel asunto de cuando tuvo que matar a don Lupe. No nada más por nomás, como quisieron hacerle ver los de Alima, sino porque tuvo sus razones. Él se acordaba:
Don Lupe Terreros, el dueño de la Puerta de Piedra, por más señas su compadre. Al que él, Juvencio Nava, tuvo que matar por eso; por ser el dueño de la Puerta de Piedra y que, siendo también su compadre, le negó el pasto para sus animales.
Primero se aguantó por puro compromiso. Pero después, cuando la sequía, en que vio cómo se le morían uno tras otro sus animales hostigados por el hambre y que su compadre don Lupe seguía negándole la yerba de sus potreros, entonces fue cuando se puso a romper la cerca y a arrear la bola de animales flacos hasta las paraneras para que se hartaran de comer. Y eso no le había gustado a don Lupe, que mandó tapar otra vez la cerca para que él, Juvencio Nava, le volviera a abrir otra vez el agujero. Así, de día se tapaba el agujero y de noche se volvía a abrir, mientras el ganado estaba allí, siempre pegado a la cerca, siempre esperando; aquel ganado suyo que antes nomás se vivía oliendo el pasto sin poder probarlo.
Y él y don Lupe alegaban y volvían a alegar sin llegar a ponerse de acuerdo. Hasta que una vez don Lupe le dijo:
-Mira, Juvencio, otro animal más que metas al potrero y te lo mato.
Y él contestó:
-Mire, don Lupe, yo no tengo la culpa de que los animales busquen su acomodo. Ellos son inocentes. Ahí se lo haiga si me los mata.
"Y me mató un novillo.
"Esto pasó hace treinta y cinco años, por marzo, porque ya en abril andaba yo en el monte, corriendo del exhorto. No me valieron ni las diez vacas que le di al juez, ni el embargo de mi casa para pagarle la salida de la cárcel. Todavía después, se pagaron con lo que quedaba nomás por no perseguirme, aunque de todos modos me perseguían. Por eso me vine a vivir junto con mi hijo a este otro terrenito que yo tenía y que se nombra Palo de Venado. Y mi hijo creció y se casó con la nuera Ignacia y tuvo ya ocho hijos. Así que la cosa ya va para viejo, y según eso debería estar olvidada. Pero, según eso, no lo está.
"Yo entonces calculé que con unos cien pesos quedaba arreglado todo. El difunto don Lupe era solo, solamente con su mujer y los dos muchachitos todavía de a gatas. Y la viuda pronto murió también dizque de pena. Y a los muchachitos se los llevaron lejos, donde unos parientes. Así que, por parte de ellos, no había que tener miedo.
"Pero los demás se atuvieron a que yo andaba exhortado y enjuiciado para asustarme y seguir robándome. Cada vez que llegaba alguien al pueblo me avisaban:
"-Por ahí andan unos fureños, Juvencio.
"Y yo echaba pal monte, entreverándome entre los madroños y pasándome los días comiendo verdolagas. A veces tenía que salir a la media noche, como si me fueran correteando los perros. Eso duró toda la vida . No fue un año ni dos. Fue toda la vida."
Y ahora habían ido por él, cuando no esperaba ya a nadie, confiado en el olvido en que lo tenía la gente; creyendo que al menos sus últimos días los pasaría tranquilos. "Al menos esto -pensó- conseguiré con estar viejo. Me dejarán en paz".
Se había dado a esta esperanza por entero. Por eso era que le costaba trabajo imaginar morir así, de repente, a estas alturas de su vida, después de tanto pelear para librarse de la muerte; de haberse pasado su mejor tiempo tirando de un lado para otro arrastrado por los sobresaltos y cuando su cuerpo había acabado por ser un puro pellejo correoso curtido por los malos días en que tuvo que andar escondiéndose de todos.
Por si acaso, ¿no había dejado hasta que se le fuera su mujer? Aquel día en que amaneció con la nueva de que su mujer se le había ido, ni siquiera le pasó por la cabeza la intención de salir a buscarla. Dejó que se fuera sin indagar para nada ni con quién ni para dónde, con tal de no bajar al pueblo. Dejó que se le fuera como se le había ido todo lo demás, sin meter las manos. Ya lo único que le quedaba para cuidar era la vida, y ésta la conservaría a como diera lugar. No podía dejar que lo mataran. No podía. Mucho menos ahora.
Pero para eso lo habían traído de allá, de Palo de Venado. No necesitaron amarrarlo para que los siguiera. Él anduvo solo, únicamente maniatado por el miedo. Ellos se dieron cuenta de que no podía correr con aquel cuerpo viejo, con aquellas piernas flacas como sicuas secas, acalambradas por el miedo de morir. Porque a eso iba. A morir. Se lo dijeron.
Desde entonces lo supo. Comenzó a sentir esa comezón en el estómago que le llegaba de pronto siempre que veía de cerca la muerte y que le sacaba el ansia por los ojos, y que le hinchaba la boca con aquellos buches de agua agria que tenía que tragarse sin querer. Y esa cosa que le hacía los pies pesados mientras su cabeza se le ablandaba y el corazón le pegaba con todas sus fuerzas en las costillas. No, no podía acostumbrarse a la idea de que lo mataran.
Tenía que haber alguna esperanza. En algún lugar podría aún quedar alguna esperanza. Tal vez ellos se hubieran equivocado. Quizá buscaban a otro Juvencio Nava y no al Juvencio Nava que era él.
Caminó entre aquellos hombres en silencio, con los brazos caídos. La madrugada era oscura, sin estrellas. El viento soplaba despacio, se llevaba la tierra seca y traía más, llena de ese olor como de orines que tiene el polvo de los caminos.
Sus ojos, que se habían apenuscado con los años, venían viendo la tierra, aquí, debajo de sus pies, a pesar de la oscuridad. Allí en la tierra estaba toda su vida. Sesenta años de vivir sobre de ella, de encerrarla entre sus manos, de haberla probado como se prueba el sabor de la carne. Se vino largo rato desmenuzándola con los ojos, saboreando cada pedazo como si fuera el último, sabiendo casi que sería el último.
Luego, como queriendo decir algo, miraba a los hombres que iban junto a él. Iba a decirles que lo soltaran, que lo dejaran que se fuera: "Yo no le he hecho daño a nadie, muchachos", iba a decirles, pero se quedaba callado. "Más adelantito se los diré", pensaba. Y sólo los veía. Podía hasta imaginar que eran sus amigos; pero no quería hacerlo. No lo eran. No sabía quiénes eran. Los veía a su lado ladeándose y agachándose de vez en cuando para ver por dónde seguía el camino.
Los había visto por primera vez al pardear de la tarde, en esa hora desteñida en que todo parece chamuscado. Habían atravesado los surcos pisando la milpa tierna. Y él había bajado a eso: a decirles que allí estaba comenzando a crecer la milpa. Pero ellos no se detuvieron.
Los había visto con tiempo. Siempre tuvo la suerte de ver con tiempo todo. Pudo haberse escondido, caminar unas cuantas horas por el cerro mientras ellos se iban y después volver a bajar. Al fin y al cabo la milpa no se lograría de ningún modo. Ya era tiempo de que hubieran venido las aguas y las aguas no aparecían y la milpa comenzaba a marchitarse. No tardaría en estar seca del todo.
Así que ni valía la pena de haber bajado; haberse metido entre aquellos hombres como en un agujero, para ya no volver a salir.
Y ahora seguía junto a ellos, aguantándose las ganas de decirles que lo soltaran. No les veía la cara; sólo veía los bultos que se repegaban o se separaban de él. De manera que cuando se puso a hablar, no supo si lo habían oído. Dijo:
-Yo nunca le he hecho daño a nadie -eso dijo. Pero nada cambió. Ninguno de los bultos pareció darse cuenta. Las caras no se volvieron a verlo. Siguieron igual, como si hubieran venido dormidos.
Entonces pensó que no tenía nada más que decir, que tendría que buscar la esperanza en algún otro lado. Dejó caer otra vez los brazos y entró en las primeras casas del pueblo en medio de aquellos cuatro hombres oscurecidos por el color negro de la noche.
-Mi coronel, aquí está el hombre.
Se habían detenido delante del boquete de la puerta. Él, con el sombrero en la mano, por respeto, esperando ver salir a alguien. Pero sólo salió la voz:
-¿Cuál hombre? -preguntaron.
-El de Palo de Venado, mi coronel. El que usted nos mandó a traer.
-Pregúntale que si ha vivido alguna vez en Alima -volvió a decir la voz de allá adentro.
-¡Ey, tú! ¿Que si has habitado en Alima? -repitió la pregunta el sargento que estaba frente a él.
-Sí. Dile al coronel que de allá mismo soy. Y que allí he vivido hasta hace poco.
-Pregúntale que si conoció a Guadalupe Terreros.
-Que dizque si conociste a Guadalupe Terreros.
-¿A don Lupe? Sí. Dile que sí lo conocí. Ya murió.
Entonces la voz de allá adentro cambió de tono:
-Ya sé que murió -dijo-. Y siguió hablando como si platicara con alguien allá, al otro lado de la pared de carrizos:
-Guadalupe Terreros era mi padre. Cuando crecí y lo busqué me dijeron que estaba muerto. Es algo difícil crecer sabiendo que la cosa de donde podemos agarrarnos para enraizar está muerta. Con nosotros, eso pasó.
"Luego supe que lo habían matado a machetazos, clavándole después una pica de buey en el estómago. Me contaron que duró más de dos días perdido y que, cuando lo encontraron tirado en un arroyo, todavía estaba agonizando y pidiendo el encargo de que le cuidaran a su familia.
"Esto, con el tiempo, parece olvidarse. Uno trata de olvidarlo. Lo que no se olvida es llegar a saber que el que hizo aquello está aún vivo, alimentando su alma podrida con la ilusión de la vida eterna. No podría perdonar a ése, aunque no lo conozco; pero el hecho de que se haya puesto en el lugar donde yo sé que está, me da ánimos para acabar con él. No puedo perdonarle que siga viviendo. No debía haber nacido nunca".
Desde acá, desde fuera, se oyó bien claro cuando dijo. Después ordenó:
-¡Llévenselo y amárrenlo un rato, para que padezca, y luego fusílenlo!
-¡Mírame, coronel! -pidió él-. Ya no valgo nada. No tardaré en morirme solito, derrengado de viejo. ¡No me mates...!
-¡Llévenselo! -volvió a decir la voz de adentro.
-...Ya he pagado, coronel. He pagado muchas veces. Todo me lo quitaron. Me castigaron de muchos modos. Me he pasado cosa de cuarenta años escondido como un apestado, siempre con el pálpito de que en cualquier rato me matarían. No merezco morir así, coronel. Déjame que, al menos, el Señor me perdone. ¡No me mates! ¡Diles que no me maten!.
Estaba allí, como si lo hubieran golpeado, sacudiendo su sombrero contra la tierra. Gritando.
En seguida la voz de allá adentro dijo:
-Amárrenlo y denle algo de beber hasta que se emborrache para que no le duelan los tiros.
Ahora, por fin, se había apaciguado. Estaba allí arrinconado al pie del horcón. Había venido su hijo Justino y su hijo Justino se había ido y había vuelto y ahora otra vez venía.
Lo echó encima del burro. Lo apretaló bien apretado al aparejo para que no se fuese a caer por el camino. Le metió su cabeza dentro de un costal para que no diera mala impresión. Y luego le hizo pelos al burro y se fueron, arrebiatados, de prisa, para llegar a Palo de Venado todavía con tiempo para arreglar el velorio del difunto.
-Tu nuera y los nietos te extrañarán -iba diciéndole-. Te mirarán a la cara y creerán que no eres tú. Se les afigurará que te ha comido el coyote cuando te vean con esa cara tan llena de boquetes por tanto tiro de gracia como te dieron.
FIN

jueves, 14 de agosto de 2014

Argumentar: diferencia entre "Persuadir" y "Convencer"

Michel Tozzí, “Pensar por sí mismo”, Ediciones de la Crónica Social, 1999.

La reflexión filosófica, en toda la tradición occidental, es el uso metódico de la razón para tentar responder a los problemas fundamentales del hombre, esta exigencia crítica implica que toda posición que se plantee como filosófica sea justificada, legitimada por una argumentación sólida. Ella es tanto más creíble, en tanto se apoye sobre principios, desarrolle una coherencia, resista a las refutaciones.
Es necesario aprender a argumentar sus tesis, y a rechazar sus objeciones”





Carlos Pereda: “Vértigos Argumentales. Una ética de la disputa”, Ed. Anthropos, Barcelona, 1994.
Desde los tiempos remotos se mantuvo esta división entre dos mecanismos que se desencadenan a partir del ejercicio del lenguaje. (…)
Si se revisan algunas especificaciones de las supuestas funciones de convencer y persuadir se pueden aclarar algunos puntos. “Convencer”, por ejemplo, es un verbo con tres participantes: alguien convence a otro de algo. Pero ese otro: ¿quién es? Puede tratarse del interlocutor, de una audiencia presente o de una audiencia incierta (futura, remota o imaginaria), o de ninguna audiencia (cuando se buscan razones internas para decidir acerca de algo). Un político, por ejemplo, se enfrenta con un opositor, no para convencerlo, sino para convencer a los votantes o a los que escuchan el debate. Cualquiera en una situación cotidiana emplea los mismos mecanismos para convencer a otro. Un hijo que argumenta frente a su padre acerca de la conveniencia de volver a su casa a una hora determinada, ante la negativa busca argumentos que permitan modificar la postura paterna. (…)
La gramática misma ofrece también sus servicios para diferenciar ambos conceptos. Así, una persuasión se padece (como algo impuesto) mientras que una convicción se tiene (Como algo obtenido).
El carácter pasivo del paciente de la persuasión contrasta con el carácter activo del paciente de la convicción.
Puede afirmarse también que la convicción implica un proceso activo, racional y reflexivo, por parte del participante paciente, mientras que la persuasión implica un proceso pasivo, irracional e irreflexivo, por parte del participante paciente. (…)
La propuesta persuasiva apela a una gama de mecanismos psicológicos sin medición protagónica de la razón. Las persuasiones tienen que ver con las emociones.
La propuesta de la convicción, en cambio, apela a la razón, hace un llamado a la revisión crítica, explícita, tanto del argumento o los argumentos a favor, como de los argumentos en contra de la propuesta o tesis.
La persuasión, si incluye la acción, lo hace sin mediación protagónica de la razón. En tanto el intento de convencer, si bien puede tener como finalidad la acción del otro, está mediado por la revisión crítica del asunto. (…)


Tomás Miranda: “El juego de la Argumentación”, Ediciones de la Torre, Madrid, 1995.

(…) La escuela, pues, ha de enseñar a pensar, pero ha de enseñar a pensar mediante el diálogo. Ha de educar a las personas capaces de defender sus conocimientos y creencias presentando razones y teniendo en cuanta las razones de los demás. La escuela ha de ser una comunidad de argumentadores que se esfuerzan en alcanzar acuerdos comunicativamente logrados, basados, solamente, en la fuerza de las razones aducidas.

La argumentación, como cualquier otro juego, está sometida a unas reglas, cuyo seguimiento es condición para ser considerada una actividad racional. Pero como ocurre en todo juego, el conocimiento de sus reglas no asegura la competencia argumentativa: ésta es cuestión de práctica.

Argumentar es un juego, es decir, una práctica lingüística sometida a reglas (Wittgenstein, 1953), que se produce en un contexto comunicativo y mediante el cual pretendemos dar razón ante los demás o ante nosotros mismos de algunas de nuestras creencias, opiniones y acciones. Las razones que presentamos para justificar un dicho o un hecho, pretenden tener una validez intersubjetiva susceptible de crítica y. prácticamente por ello, se puede llegar a acuerdos comunicativamente logrados.
Un argumento es, pues, un conjunto de oraciones utilizadas en un proceso de comunicación, llamadas premisas, que justifican o apoyan a otra, llamada conclusión, que se deduce, de algún modo, de aquellas. Todo argumento supone un razonamiento en donde una conclusión se infiere de premisas. El nexo que hay entre éstas y aquellas se llama inferencia.

Puede tratarse de una inferencia lógica (la conclusión es una consecuencia lógica de las premisas o éstas implican lógicamente la conclusión), o de una inferencia en sentido amplio.
No se puede defender que un argumento es racional sólo si la conclusión se infiere lógicamente de las premisas. Pero la legitimidad de las inferencias en sentido amplio no sólo depende de la estructura formal del razonamiento sino de aspectos pragmáticos y contextuales, es decir, de aspectos referentes al marco discursivo.
Lógica formal: estudia los argumentos como pautas abstractas de razonamiento, considerando sólo su estructura formal.

Lógica informal: estudia los argumentos como muestras o ejemplares reales y concretos de expresiones lingüísticas que un hablante usa en determinados contextos comunicativos y con determinadas intenciones. Tiene como objeto los argumentos, entendidos como ejemplares lingüísticos resultantes de unos actos de habla que pretenden el intercambio de razones con el fin de llegar a acuerdos en contextos de diálogo razonado. (…)

Las claves de la argumentación. Weston.


Leer el primero pdf que aparece. Del Capítulo 1: sintetizar las reglas.

https://www.google.com.uy/?gws_rd=cr,ssl&ei=qdjsU7yIJOeZ8gGcqICoCw#q=las+claves+de+la+argumentaci%C3%B3n+de+anthony+weston+pdf



domingo, 10 de agosto de 2014

Comsky. Cómo nos venden la moto?

http://www.aloj.us.es/vmanzano/docencia/movsoc/resumen/chomskyramonet.pdf

Después de leer el artículo de Noam  Chomsky, sobre el control de los medios de comunicación, responde:

  1. ¿A que le llama rebaño desconcertado, por qué ese nombre y qué peligro encierra para otros?
  2. ¿Qué es la ingeniería del consenso, quién la practica y por qué?
  3. ¿Qué es una crisis democrática para el poder político-empresarial y cómo se combate?
  4. Nombre sectores ideológicos que son culturas disidentes y qué se hace con ellos?
  5. ¿Qué ejemplos de acciones fueron llevadas a cabo para controlar al rebaño desconcertado?
  6. Qué relación tiene este texto de Chomsky con el tema de argumentación?

El descubrimiento de Ari Stóteles- Lipman . Cap I y XVI

Capítulo I
Seguramente no habría ocurrido si aquel día Harry no se hubiera dormido en la clase de
ciencias. Bueno, en realidad no es que se hubiera dormido. Simplemente, se distrajo. El señor
Bradley, el profesor, estaba hablando del sistema solar y de que todos los planetas giran
alrededor del Sol, y de pronto Harry dejó de escuchar, porque en el acto se encontró contem-
plando en su mente un enorme y llameante Sol con todos los diminutos planetas girando
constantemente a su alrededor.
De pronto se dio cuenta que el señor Bradley le miraba fijamente. Harry intentó despejar la
mente para prestar atención a la pregunta:
—¿Qué es una cosa que tiene una larga cola y tarda setenta y siete años en dar una vuelta
alrededor del Sol?
Harry se dio cuenta que no tenía ni idea de la respuesta que esperaba el señor Bradley.
¿Una larga cola? Por un momento consideró la posibilidad de decir «el Can Mayor» (acababa
de leer en la enciclopedia que a Sirio también se le llamaba «Can Mayor»), pero pensó que al
señor Bradley no le iba a hacer gracia esa respuesta.
El señor Bradley no tenía mucho sentido del humor, pero sí una gran paciencia. Harry
sabía que disponía de cierto tiempo, que podía ser suficiente para encontrar algo que decir.
«Todos los planetas giran alrededor del Sol —recordaba que había dicho el señor Bradley—.»
Y este objeto con cola, fuera lo que fuera, también daba vueltas alrededor del Sol. ¿Podría ser
también un planeta? Valía la pena probar.
—¿Un planeta? —preguntó con ciertas dudas.
No estaba preparado para la carcajada general. Si hubiera prestado atención, habría oído al
señor Bradley decir que el objeto al que se refería era el cometa Halley y que los cometas dan
vueltas alrededor del Sol, igual que los planetas, pero decididamente no son planetas.
Por suerte, justo entonces, sonó el timbre y se acabaron las clases por aquel día. Pero al
volver a casa, Harry aún se sentía mal por no haber sabido responder cuando el señor Bradley
le preguntó. Además, estaba perplejo. ¿En qué se había equivocado? Repasó el razonamiento
que había seguido para dar aquella respuesta. «Todos los planetas giran alrededor del Sol»,
había dicho muy claramente el señor Bradley. Y este objeto con cola también gira alrededor
del Sol, solo que no es un planeta.
«De modo que hay cosas que giran alrededor del Sol y no son planetas —se dijo Harry—.
Todos los planetas giran alrededor del Sol, pero no todo lo que gira alrededor del Sol es un
planeta.» Y entonces Harry tuvo una idea: «Las oraciones no se pueden invertir Si la parte
final de una oración se pone al principio, dejará de ser» verdadera. Por ejemplo, la oración
“todas las encinas son árboles”, si se invierte, se convierte en “todos los árboles son encinas”.
Pero eso es falso. Así, es verdad que todos los planetas giran alrededor del Sol. Pero si
invertimos la oración y decimos “todas las cosas que giran alrededor del Sol son planetas”,
entonces ya no es verdadera, ¡es falsa!»
Su idea le fascinó tanto que se puso a probarla con más ejemplos Primero pensó en la
oración «todos los aviones de plástico son juguetes». «Creo que es verdad —pensó—. Ahora
démosle la vuelta “Todos los juguetes son aviones de plástico”.» ¡Invertida, la oración
resultaba falsa! ¡Harry estaba encantado!
Probó con otra oración: «Todos los pepinos son hortalizas» (Harry tenía debilidad por los
pepinos). Pero lo inverso no tenía sentido en absoluto. ¿Todas las hortalizas son pepinos? ¡Por
supuesto que no! Harry estaba emocionado con su descubrimiento. ¡Si lo hubiera sabido por
la tarde, seguramente se habría ahorrado todo aquel apuro!
Entonces vio a Lisa.
En la escuela, Lisa también estaba en su clase, pero Harry tenía la impresión de que no
estaba entre los que se habían reído de él. Y le pareció que si le contaba lo que había
descubierto, ella sería capaz de entenderlo.
—¡Lisa, acabo de tener una idea divertida! —anunció Harry en voz bastante alta. Lisa le
sonrió y se quedó a la espera, mirándole.
—Cuando inviertes una oración, deja de ser verdadera —dijo Harry. Lisa arrugó el ceño.
—¿Y eso qué tiene de maravilloso? —preguntó.
—Vale —dijo Harry—, dime una oración cualquiera y lo verás.
—Pero, ¿qué clase de oración? —Lisa estaba indecisa—. No puedo inventarme una oración
cualquiera por las buenas.
—Bueno —dijo Harry—, una oración con dos clases de cosas, como perros y gatos, o
cucuruchos de helado y alimentos, o astronautas y personas.
Lisa se puso a pensar. Justo cuando iba a decir algo y Harry esperaba impaciente que lo
soltara, movió la cabeza negativamente y siguió pensando.
—¡Venga, dos cosas, dos cosas cualesquiera...! —suplicó Harry.
Al fin, Lisa se decidió:
—Ningún águila es un león.
Harry se lanzó sobre la oración del mismo modo que su gato, Mario, se lanzaría sobre un
ovillo de lana que rodara hacia él. En un instante tenía invertida la oración: «Ningún león es
un águila.» Se quedó pasmado. La primera oración, «ningún águila es un león», era
verdadera. Pero también lo era una vez invertida, porque «ningún león es un águila»,
¡también era verdadera!
Harry no entendía por qué no había funcionado.
—Las otras veces funcionó... —empezó a decir en voz alta, pero no pudo acabar la frase.
Lisa le miraba interrogativamente. «¿Por qué había tenido que darle una oración tan tonta?
—pensó Harry, en un acceso de resentimiento.» Pero entonces se le ocurrió que, si en realidad
hubiera descubierto una regla, tendría que haber resultado con oraciones tontas tanto como
con las que no eran tontas. De modo que, en realidad, la culpa no era de Lisa.
Por segunda vez aquel día, Harry tenía la sensación de que, por una u otra razón, había
fracasado. Su único consuelo era que Lisa no se estaba riendo de él.
—Realmente creí que había descubierto algo —le dijo.
—¿Lo probaste? —preguntó ella. Sus ojos grises, bien separados, eran diáfanos y serios.
—Naturalmente. Cogí oraciones como «todos los aviones de plástico son juguetes», y
«todos los pepinos son hortalizas», y encontré que, cuando la parte final se ponía al principio,
las oraciones dejaban de ser verdaderas.
—Pero la oración que te di yo no era como las tuyas —replicó Lisa con rapidez—. Todas
tus oraciones empezaban con la palabra «todos». Pero mi oración empezaba con la palabra
«ningún».
¡Lisa tenía razón! Pero, ¿ese detalle podía cambiar tanto las cosas? Sólo cabía hacer una
cosa: probar con más oraciones que empezaran por la palabra «ningún».
—Si es verdad que «ningún submarino es un canguro» —empezó Harry—, ¿qué hay con
«ningún canguro es un submarino»?
—También es verdad —replicó Lisa—. Y si ningún mosquito es un pirulí «también es
verdad que ningún pirulí es un mosquito».
—¡Eso es!—dijo Harry, entusiasmado—, ¡Eso es! Si una oración verdadera empieza con la
palabra «ningún», entonces su inversa también es verdadera. Pero si empieza con la palabra
«todos», entonces su inversa es falsa.
Harry estaba tan agradecido a Lisa por su ayuda que casi no sabía qué decir. Quería darle
las gracias, pero se limitó a musitar algo y echó a correr hasta su casa.
Fue directamente a la cocina, pero al llegar allí encontró a su madre de pie delante del
frigorífico hablando con la vecina, la señora Olson. Harry no quería interrumpir, de modo
que se quedó un momento parado, oyendo la conversación.
—Pues, como le digo, señor Stottlemeier. Esa..., la señora Bates, que acaba de hacerse de la
Asociación de Padres, cada día le veo entrar en la tienda de licores. Y ya sabe usted lo
preocupada que estoy con esos desgraciados que no pueden dejar de beber. Cada día los veo
en la tienda de licores. Así que... no sé si la señora Bates no será, ya sabe usted...
—¿Si la señora Bates es como ellos? —preguntó la madre de Harry, diplomáticamente.
La señora Olson asintió. De pronto, algo hizo «clic» en la cabeza de Harry.
—Señora Olson —dijo—, sólo porque, según usted, todos los que no pueden dejar de beber son
personas que van a la tienda de licores, todos los que van a la tienda de licores no tienen por qué ser
personas que no pueden dejar de beber.
—Harry —dijo su madre—, esto a ti no te importa y, además, estás interrumpiendo.
Pero Harry vio en el rostro de su madre que estaba satisfecha con lo que había dicho. Así
que se sirvió en silencio un vaso de leche y se sentó a beberlo, sintiéndose más contento de lo
que había estado hacía días.
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Capítulo XVI
Tanto la madre como el padre de Tony Melillo tenían que levantarse cada día temprano
para ir a trabajar. Cuando salían, aún era pronto para que Tony fuera a la escuela, por lo cual
ponían el despertador para él, y él se levantaba, se vestía, desayunaba y se hacía el almuerzo
solo, sin nadie más en casa. Pero su madre siempre se preocupaba por la posibilidad de que
se quedara dormido y, en consecuencia, llegara tarde a la escuela. De hecho, eso es
precisamente lo que le decía cada noche antes de acostarse:
—Recuerda, Tony, si te duermes, llegaras tarde a la escuela.
Aquel fin de semana la familia Melillo hizo un largo viaje en autobús para visitar a los
abuelos. No volvieron hasta el domingo por la noche, bastante tarde. Había sido un fin de
semana largo y cansado, y la señora Melillo estaba especialmente preocupada por la posibili-
dad de que Tony no se despertara a la mañana siguiente, al sonar el despertador. Como de
costumbre, le dijo:
—Si te duermes, llegarás tarde a la escuela —pero esta vez sí que se durmió. Y llegó tarde a
la escuela. Esto fue el lunes.
El lunes por la noche, la señora Melillo repitió su advertencia acostumbrada sobre lo que
pasaría si Tony se dormía. A la mañana siguiente, Tony se levantó inmediatamente al sonar el
despertador. Pero la noche anterior había olvidado dejar lista la ropa, y ahora no encontraba
la camisa. Registró desesperadamente los cajones de la cómoda. No había una sola camisa a la
vista. Al fin, decidió esperar hasta que su madre llegara al trabajo. Entonces le telefoneó y ella
le dijo que mirara entre las camisas de su padre. Lo hizo y encontró que sus camisas estaban
revueltas con las de su padre, pero cuando se hubo vestido ya era tarde para la escuela. Esto
fue el martes.
El miércoles volvió a llegar tarde, porque se paró a mirar cómo unos bomberos rescataban
a un niño de una casa ardiendo.
Era muy poco frecuente que Tony llegara tarde ni lo más mínimo, ya no digamos tres veces
en una semana. No le gustaba llegar tarde. Además, Tony llevaba un diario en el que
apuntaba cosas que le sucedían. Y una cosa le tenía perplejo. Su madre siempre le advertía:
«Si te duermes, llegarás tarde.» De acuerdo, lo que sucedió el lunes probaba que tenía razón,
porque el lunes se durmió y, en consecuencia, llegó tarde.
Pero, ¿y el martes? No se durmió ni el martes ni el miércoles y aun así esos dos días llegó
tarde.
Tony estuvo tentado de olvidarlo, pero no podía quitárselo de la cabeza. Tenía el
presentimiento de que había allí alguna regla esperando que alguien la descubriera, una regla
que le ayudaría a resolver cosas. Pero no sabía cuál podría ser. Así que decidió hablar con
Harry.
Pero antes de que pudiera decirle nada a Harry, Fran y Lisa llegaron corriendo.
—¿Has oído?—dijo Lisa, sin aliento—. Jane Starr dice que Sandy Mendoza le ha robado la
cartera, y dentro tenía un monedero, y dice que el monedero tenía cinco dólares que le dio su
madre para comprar libros de música.
—¿Y qué dice Sandy? —preguntó Harry.
—Dice que no ha sido él —contestó Fran—. Dice que antes había estado haciéndole creer a
Jane, por broma, que iba a quitarle la cartera, porque ella le había dicho que llevaba dinero en
ella. Pero asegura que no lo robó.
—¿Dónde están ahora? —quería saber Tony.
—Están buscando por todo el edificio de la escuela por si está escondida en algún sitio —
dijo Lisa.
A Tony no le interesaban gran cosa los problemas de Jane. Volvió al tema que quería
discutir con Harry. Tony habría preferido hablar con Harry a solas, sin que estuvieran delante
las chicas, pero no quería ser maleducado y mandarles a paseo, así que tuvo que tolerarlas.
Contó a Tony la conclusión a la que había llegado por el momento.
Harry en seguida se metió en faena.
—Mira, Tony —señaló—, lo que dijo tu madre se compone de dos partes. La primera es «si
te duermes» y la segunda «llegarás tarde».
Lisa no pudo reprimirse:
—Y fíjate —dijo—, ¡cada parte puede ser verdadera o ser falsa! O sea, o te duermes o no te
duermes. Y, o llegas tarde o no llegas tarde.
—¡Es verdad!—exclamó Harry—. ¡Eh, Lisa, acabas de decir algo importante! Porque ahora,
¿ves?, podemos coger lo que dijo la madre de Tony y ver qué pasa si la primera parte es
verdadera y qué pasa si es falsa. ¿No ves, Tony? Es como tus «cuatro posibilidades».
Entonces, Tony ya estaba animado.
—¡Para, para, para! Espera que coja una tiza —rápidamente borró la pizarra y empezó a
escribir:
Lunes
«Si te duermes, llegarás tarde»
Primera parte verdadera: Me dormí.
____________
Resultado: Llegué tarde.
Martes
«Si te duermes, llegarás tarde»
Primera parte falsa: No me dormí.
Miércoles
«Si te duermes, llegarás tarde»
Segunda parte verdadera: Llegué tarde.
Jueves
«Si te duermes, llegarás tarde»
Segunda parte falsa: No llegué tarde.
Los dos chicos y las dos chicas se apartaron un momento para examinar lo que había
escrito Tony.
—¿Qué queréis hacer?—preguntó Fran—. No estoy segura de entenderlo.
—Queremos ver si se sigue algo —explicó Harry—. ¿Ves?, es fácil de ver en el caso del
lunes. A Tony le dijeron que si se dormía, llegaría tarde. Y llegó tarde.
—Sí, pero... —dijo Tony— ¿y los otros días?
—Bueno —dijo Lisa—, en el caso del martes no se sigue nada. No te dormiste, de modo
que podrías haber entrado a la hora. Pero podía haberte ocurrido otra cosa que te hiciera llegar
tarde.
—Eso es justo lo que sucedió —dijo Tony. No le apetecía contar a las chicas que se le hizo
tarde porque no encontraba ninguna camisa que ponerse—. Así que, de acuerdo, digamos
que, cuando la primera parte es falsa, no se sigue nada.
—En ese caso —dijo Fran—, lo mismo vale para el miércoles. Si lo único que sabemos es
que una persona llegó tarde, no podemos decir si es porque se durmió o porque le ocurrió
otra cosa.
—Entonces, apuntémoslo: si la segunda parte es verdadera, no se sigue nada —dijo Tony.
—¿Y el jueves?—preguntó Harry—. Supongamos que lo único que sabemos es que la
segunda parte es falsa. ¿Nos dice eso algo sobre la primera parte?
—Necesariamente —dijo Fran—. Si el jueves Tony llegó a clase puntual, entonces no pudo
haberse dormido.
—Es cierto —dijo Tony—, no me dormí.
—¿Sabéis qué significa eso?—exclamó Harry—. ¡Que si la según da parte es falsa, también
lo será la primera!
Desde el fondo de la clase se oyó la voz del señor Spence que decía:
—Admirable, francamente admirable —hacía rato que estaba allí, sentado en uno de los
pupitres, y ellos estaban tan ocupados escribiendo en la pizarra que no lo habían advertido—.
¿Queréis que resuma por vosotros lo que acabáis de hacer? —preguntó.
—Resúmalo —dijo Fran. Los otros asintieron.
—Bien —dijo el señor Spence—. Creo que habéis descubierto una magnífica regla que sirve
para cualquier oración compuesta que empiece con la palabra «si». Tened en cuenta que
podemos suponer que una larga oración compuesta que empiece con «si» es verdadera,
aunque no supongamos que los enunciados más breves que la componen sean verdaderos.
Pues bien: la regla de razonamiento que habéis descubierto sirve cuando el primero de estos
enunciados es verdadero o cuando el segundo es falso. Si averiguamos que el primer
enunciado componente es verdadero, se seguirá que el segundo también es verdadero. Y si
nos dicen que el segundo enunciado componente es falso, entonces el primero también habrá
de ser falso.
—¿Nos puede poner un ejemplo? —preguntó Lisa.
—Naturalmente —dijo el señor Spence—. Supongamos que esta oración es verdadera: «Si
te vacunas, no cogerás la viruela.» Y ahora imagínate que te digo que aquí Harry se ha
vacunado. Sobre la base de este solo hecho, ¿qué podrías deducir por ti misma?
—Es fácil —Lisa se reía—. Que Harry no cogerá la viruela.
—Y ahora —dijo el señor Spence—, otro caso. Pero este es más difícil. Imagínate que te
digo que alguien que yo conozco acaba de contraer la viruela. ¿Qué podrías deducir de ahí?
—No sé —dijo Lisa—. Me rindo.
—Yo lo sé —dijo Fran—. Lo que se deduce es que la persona de quien habla usted no debe
de haberse vacunado.
—Exacto —dijo el señor Spence. Se volvió a la pizarra y escribió:
Suponemos que es verdadero:
Si se vacuna, no cogerá la viruela.
Describimos que la segunda parte es falsa: Cogió la viruela.
Luego la primera parte ha de ser falsa: No se había vacunado.
En aquel momento fueron interrumpidos por la aparición del señor Partridge y de Jane
Starr. Jane llevaba su cartera.
—¿Dónde la has encontrado? —preguntó Lisa.
—Detrás del surtidor —dijo Jane—. Sandy debe de haberla empotrado allí, para volver
más tarde a buscarla.
—¿Dónde está Sandy ahora?—preguntó el señor Partridge—. ¿Lo ha visto alguien?
—Yo no —dijo Harry.
Tony se encogió de hombros. Las dos chicas negaron con la cabeza.
—Un momento —dijo Harry—, Jane, ¿dónde encontraste la cartera?
—Detrás del surtidor, arriba, en la tercera planta.
—Bien —dijo Harry—. Y ¿qué hora era cuando la viste por última vez?
—Recuerdo que la tenía a las dos, que fue cuando Sandy empezó a meterse conmigo ahí, al
fondo de la clase.
—¿Y a qué hora la echaste en falta? —insistió Harry.
—Serían las tres menos cuarto —replicó Jane—. Recuerdo haber levantado la vista hacia el
reloj a esa hora.
—Bien —dijo Harry—. Bueno, yo también recuerdo algo. Casualmente he estado en el aula
desde las dos hasta las tres menos cuarto y recuerdo claramente que Sandy estuvo dentro del
aula todo el rato. No salió para nada. Ahora bien, si Sandy hubiera robado la cartera, la
cartera aún estaría dentro del aula. Pero no la han encofrado en el aula. Luego Sandy no robó
la cartera.
El señor Partridge miró al señor Spence, y el señor Spence miró al señor Partridge. El señor
Partridge arqueó las cejas y se puso muy serio. El señor Spence sonrió y dio a Harry un
restregón en la ''cabeza. Harry se echó a reír y se zafó de él.
Mientras, Tony escribía en la pizarra:
Suponemos que es verdadero:
Si Sandy lo hubiera robado, la cartera aún estaría
en el aula a las tres menos cuarto.
Descubrimos que la segunda parte es falsa: no estaba en el aula a las
tres menos cuarto.
_______________________________________
Luego la primera parte ha de ser falsa: Sandy no la robó.
Pero entonces Lisa tuvo una idea:
—¿Sabéis qué? Creo que fue Mickey quien robó la cartera.
El señor Partridge miró a Lisa.
—Esa es una acusación muy seria, Lisa. ¿Qué te hace pensar que fue Mickey?
—Pues, sencillamente —dijo Lisa—, eso de esconderla detrás del surtidor de la tercera
planta. Eso es precisamente lo que haría Mickey si hubiera robado algo. Apostaría cualquier
cosa a que fue Mickey.
—¿Sabes qué, Lisa?—dijo Tony—, ¿sabes qué me parece que estás diciendo? Estás diciendo
esto:
Suponemos que es verdadero: Si Mickey hubiera robado la cartera, la
habría escondido tras el surtidor.
Descubrimos que la segunda parte es verdadera: La cartera fue encontrada en el surtidor.
Pero, ¿qué se deduce de aquí? Nada. Ya antes estuvimos de acuerdo en que no se puede
probar que la primera parte sea verdadera sólo porque lo sea la segunda. Es como lo que me
pasó el miércoles.
En aquel momento Sandy irrumpió en el aula arrastrando a Mickey por la muñeca.
—Venga, Mickey —le decía enfadado—, diles lo sucedido.
—Sólo era una broma, en serio, señor Partridge, sólo era una broma —gimoteaba Mickey—
. Me enfadé con Jane porque, cada vez que me preguntaban en Matemáticas y no sabía dar
con la respuesta, ella me decía por lo bajo: «¡Idiota!» Por eso le quité la cartera. ¡No lo hice con
mala intención!
—Pero estabas dispuesto a que acusaran a Sandy en tu lugar —dijo el señor Spence—, y
eso no es jugar limpio con él, ¿no crees?
Mickey negó con la cabeza, bajó la vista, se sorbió las narices y volvió a negar con la
cabeza. El señor Partridge dijo que le gustaría hablar con Mickey, y los dos salieron juntos.
—¡Bueno! —dijo Lisa—, tenía yo razón, ¿no? Dije que era Mickey, ¡y lo era!
Fran y Harry se miraron pero no dijeron nada. Tony, en cambio, no pudo resistirse a decir:
—Lisa, estabas en lo cierto, pero por una razón equivocada. Simplemente trataste de
adivinar y acertaste, eso es todo. Pero no pudiste probarlo.
Lisa se echó a reír. Sus ojos, muy separados, brillaron maliciosamente.
—De acuerdo —dijo—, lo admito. No habría podido probar lo que dije. Pero tenía una
intuición, ya sabes lo que quiero decir, una especie de presentimiento. Y mi presentimiento
resultó correcto. Después de todo, eso es lo que importa, ¿no?
El señor Spence cogió su cartera. Estaba listo para irse a casa. Pero no pudo marchar sin
antes hacer a Lisa una observación:
—Sí, Lisa, hiciste una conjetura razonable. Y, al parecer, acertaste. Pero si te hubieras
equivocado, otra persona inocente, como Sandy, habría pagado las consecuencias. No es que
hicieras mal al tratar de adivinar quién podía haberlo hecho. Pero adivinar no puede sustituir
a investigar cuidadosamente. Para decirlo brevemente, no me gustan las acusaciones hechas a
la ligera.
Harry movió la cabeza en señal de asentimiento. Y a Fran se le ocurrió que, después de
todo, el señor Spence era muy buena persona. Lisa y ella volvieron a casa juntas. En cuanto a
Tony, tenía mucho que escribir en su diario.